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Los
sacerdotes del monasterio de la Isla Azafrán saben lo que sucede en la cueva de
Santa Marta, su protectora. Solo ellos. Los nuevos clérigos que llegan del
Vaticano a pasar sus años clausurados para fortalecer su celibato y escuchar
íntimamente el mensaje del Señor Jesucristo, no tienen ni la mínima idea de lo
que sucede en ese lugar.
Uno de
estos nuevos religiosos es escogido semanalmente para tener el honor de ir a
llevarle flores y velas a la imagen de la santa, en el espacio donde apareció
cincuenta años atrás. Nadie ha vuelto a ver alguno de los tantos afortunados
que fue a ver a la hermosa imagen.
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A medianoche
Sergio sube a la barca nervioso por ver a la santa, acompañado del padre Julio
y el padre Manuel.
—Recuerda
hacer todo cómo se te indicó. Barre la esperma y lanza las flores marchitas al
agua —el padre Julio le recuerda mientras le entrega un quinqué encendido.
—Entendido,
padre.
El padre
Manuel ayuda a Sergio a subir a la barca y acomodarse entre los ramos de flores
y las docenas de velas. El clérigo ajusta el quinqué entre sus piernas y
sostiene con fuerza los remos.
El padre
Manuel observa la exaltación de Sergio y mira con sigilo al padre Julio a los
ojos.
—No
regreses sin rezar por cada uno de nosotros. No podemos ir todos, pero en tus
hombros enviamos nuestros agradecimientos por su protección ante las tormentas
climáticas y espirituales —El padre Manuel suelta las sogas de la barca y
observa cómo Sergio se aleja rezando entre el pasivo oleaje de la costa.
El padre
Julio deja solo en el puerto al padre Manuel y este comienza a rezar con temor.
—Perdónanos,
mi Señor, por este sacrificio engañoso que hacemos para proteger nuestro hogar
de esa horrible mujer.
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Sergio
atraviesa la neblina remando la larga costa hasta llegar a la entrada de la
cueva de Santa Marta. La emoción impide los movimientos de los remos, pero la
fe lo fortalece.
La
oscuridad húmeda de la cueva impacta a Sergio. Sus pupilas comienzan a
adaptarse para distinguir en la escasa luz. Frío en los nervios contradice el
inmenso calor que aumenta en su cuerpo.
El joven
acerca la barca hasta la orilla y la arrastra por la arena ubicándola junto a
las que utilizaron los pasados visitantes. Las barcas estaban deterioradas
avivando el misterio del no retorno. Sergio supone que la Santa pagaba la
dedicación del viaje llevándolos directamente al reino de los cielos junto al padre
amado.
Sergio enciende una vela con los cerillos y se encuentra
con la estatua de Santa Marta, igual de hermosa que la del monasterio. La
colorida figura está rodeada de cera derretida y flores marchitas, tal como le
previno el padre Julio y vigila la entrada del profundo túnel minero que hace
mucho tiempo salvó al único sobreviviente que huía de algo que nunca supo describir.
En el monasterio concluyeron que no estaba en sus cabales.
Con todo
el esfuerzo de su vida, barre la esperma seca que se encuentra sobre el altar y
las flores marchitas hacia el agua. Diseñó un hermoso arreglo con miles de velas
blancas encendidas y flores coloridas del jardín del monasterio.
Sergio,
con todo el regocijo de su corazón, comienza a rezarle a Santa Marta.
—Santa
Marta. Yo me acojo a tu protección y amparo. En prueba de mi afecto y fe te
ofrezco esta luz en tu honor…
—¡Marta!
—se escucha un grito grueso proveniente del fondo de la mina.
Sergio
se sorprende por la interrupción y trata de ver de pie hacia la oscuridad de la
mina.
—¿Hay
alguien ahí?
—¡Marta! —el sonido de unas grandes pisadas comienza a
acercarse— ¡Marta, la luz!
—¿Tú eres Marta?
Se detiene el sonido de las pisadas en progreso y antes
de que se pueda ver la imagen de la gran figura, se acerca un aliento
horriblemente asqueroso que apaga las velas quedando en total oscuridad.
—Yo.
—Hazme instrumento de los designios del Señor, Santa
Marta.
Sergio intenta no vomitar por el hedor similar a pescado
podrido que siente en su cara antes de ser agarrado por una gran mano mojada de
jugos vaginales.
Derechos Reservados © Alexis Aguirre Rivera
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